mayo 10, 2009

Soledad. Primera.

Nunca me gustó estar sola.


Esta sensación se va volviendo cada vez más cotidiana. Me resisto a ver como pasan los días y este sentimiento me crea angustia.


Hace mucho tiempo quedó atrás cuando tener gente a mí alrededor era habitual. Con hijos pequeños, la casa siempre llena. Cuando lo recuerdo no puedo dejar de esbozar una sonrisa. Desayuno para una muchachada que podía agobiar a cualquiera, yo me sentía feliz viendo como gritaban, se pasaban las galletas...


En fechas señaladas siempre había un hueco para esos tíos que no tenían con quién estar, siempre terminaban viniendo a casa. El bullicio era algo que manejaba con normalidad, sin agobios. Me sentía bien, no era extraño oírme canturrear por la casa.


El tiempo ha pasado, lo más doloroso es ese sentimiento que me va envolviendo en su tela de araña, me aísla del resto del resto de la gente. ¿Quién me lo iba a decir?


Comprendo que han pasado muchos años, también que no volveré a sentir esa sensación de satisfacción que tuve antaño.


Supongo que el tiempo cambia y las personas se adaptan. Me veo en un futuro sola.


Tengo pavor que se repita la sensación al estar con alguna de mis parejas, que hasta la misma cama se convierte en un extenso páramo donde una inmensa cordillera hecha de sábanas separa nuestros cuerpos. Silencio, silencio detrás de las montañas; yo que tanto hablaba.


En un futuro no muy lejano cuando las arrugas pueblen mi rostro, cuando los surcos de experiencia sean profundos, me veo sola y voy a esperar, a escribir dándole la bienvenida a ese huésped que no imaginaba albergar en mi casa.


Siempre lloro, se caen de los ojos sin yo querer esas malditas lágrimas y han sido tantas que no se si en mi vejez quedarán todavía algunas por derramar.

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